Juanca Romero © Agosto 2023

En una ocasión, durante una feria del libro de Santa Cruz de Tenerife, se acercó un lector al stand en el que me encontraba firmando ejemplares de mis libros, y durante los minutos de distendida charla que mantuvimos, me contó que le gustaría poder estar algún día en la mítica isla de San Borondón. Inmediatamente me di cuenta de que aquel treintañero lejos de estar hablando de forma simbólica o somnolienta, creía a pies juntillas en la existencia de una isla que aparece y desaparece en las aguas más occidentales de las Islas Canarias. Toda la charla previa, llena de dosis de intelectualidad y coherencia, quedó para mí automáticamente a ras de suelo. ¿Es posible que haya alguien con dos dedos de frente que siga creyendo en la existencia de la isla ballena, de la Non Trubada?

Dejando atrás los mapas trazados por pírricos navegantes y bocetos fruto de la inventiva de instruidos escritores, pocos son los que pueden afirmar haberla visto y nadie haberla pisado realmente. Los pocos testimonios a los que hemos podido acceder, forman parte del afán de quienes buscan ocupar minutos en espacios de radio y televisión especializados en fraudulentos enigmas y siempre enganchados en la dudosa credibilidad. En pleno siglo XXI, envueltos en tecnología y la infinita sociedad de la información, no damos con un argumento de mínima solvencia que nos permita mantener el sueño de su existencia.

San Borondón en la actualidad es simplemente un destino turístico para pregoneros de la mentira perpetuada en el tiempo. Nada, absolutamente nada nos permite pensar que es posible una isla fantasma, aunque dando una vuelta a los términos, existen algunos ejemplos de fantasmas que hablan de una isla en la que tras la densa niebla, una vez sorteadas las montañas y penetrados sus valles, residen amorfos contadores de leyendas, tal y como en su día, concretamente en el siglo VI, hizo el bueno de Brandán. Nuestra isla fantasma está en la UVI de la racionalidad. Pocos son los que a estas alturas de la historia de la evolución mental, creen en la posibilidad de su existencia real.

¡San Borondón no existe, es mentira! Y una vez proclamada mi postura, me agarro al único clavo que sostiene la posibilidad de su existencia, y es el de los sueños, el de la esperanza de encontrar un lugar en el que comenzar de nuevo, alejados del desastre de las banalidades y soberbias. Que nadie se enfade si pienso que San Borondón, y aludiendo a lo palpable, no es más que un eslogan para plasmar en pegatinas o poner a una marca de natillas de leche de cabrito.

Confío en que podamos seguir contando la leyenda a nuestros hijos, las aventuras de sus esporádicos visitantes, y finalizando la narración con un rotundo “San Borondón no existe”.

SAN BORONDÓN NO EXISTE
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